Santa Rosa De Lima

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Patrona Del Priorato Magistral Del Perú - Celebración 30 de Agosto

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Orden De Los Pobres Caballeros De Cristo

Orden De Los Pobres Caballeros De Cristo
Supremus Militaris Ordo Templi Hierosolimitany - Maestrazgo Internacional Templario

lunes, 18 de febrero de 2008

San Bernardo de Clairvaux


El milagro de San Bernardo - Alonso Cano

Bernardo nació en 1090 en Fontaines-lés-Dijon; sus padres pertenecían a la alta nobleza de Borgoña, y si destacamos especialmente esta circunstancia es porque nos parece que algunos rasgos de su vida y de su doctrina, de los hablaremos a continuación, podrían estar relacionados en cierto modo con tal origen. No queremos decir solamente que es posible así explicar el ardor, en ocasiones belicoso, de su celo, o la violencia que exhibía en diversas ocasiones en las polémicas a las que fue arrastrado, que por otra parte sólo era superficial, pues la bondad y la dulzura constituían incontestablemente el fondo de su carácter. Si hemos hecho alusión a su origen es ante todo por la relación que mantuvo con las instituciones y el ideal caballeresco, a los cuales, por lo demás, es preciso otorgarles una gran importancia si se quieren comprender los acontecimientos y el propio espíritu de la Edad Media. Es hacia los veinte años cuando Bernardo concibe la idea de retirarse del mundo; consigue en poco tiempo convencer a todos sus hermanos, a algunos parientes próximos y a varios de sus amigos. En este primer apostolado su fuerza persuasiva era tal, pese a su juventud, que pronto se convirtió -dice su biógrafo- "en el terror de las madres y esposas, y los amigos temían verle abordar a sus amigos" . Hay ya en este hecho algo de extraordinario y sería seguramente insuficiente invocar la potencia del "genio", en el sentido profano del término, para explicar una tal influencia. ¿No es mejor reconocer la acción de la gracia divina que, penetrando de alguna forma en toda su persona e irradiando hacia fuera por su sobreabundancia, se comunicaba a través suyo como por un canal, siguiendo la comparación que él mismo empleara más tarde aplicándola a la Santa Virgen, y que también se puede, reduciendo más o menos su alcance, aplicar a todos los santos? En 1112, acompañado de una treintena de jóvenes, Bernardo entra en el monasterio de Citeaux, que había elegido en razón del vigor con el cual se observaba la regla, rigor que contrastaba con la dejadez introducida en el resto de las ramas de la Orden benedictina. Tres años después sus superiores no dudaban en confiarle, pese a su inexperiencia y juventud, la dirección de doce monjes que iban a fundar una nueva abadía, la de Clairvaux (Claraval), que gobernaría hasta su muerte, rechazando siempre los honores y las dignidades que se le ofrecieron tan frecuentemente en su vida. El renombre de Clairvaux no tardó en extenderse por doquier y el desarrollo que esta abadía adquirió pronto fue verdaderamente prodigioso: cuando falleció su fundador, acogía, se dice, en torno a setecientos monjes, y había dado nacimiento a más de sesenta nuevos monasterios. El cuidado que Bernardo aporta a la administración de Clairvaux, regulando él mismo hasta los más mínimos detalles de la vida corriente; la parte que tomó en la dirección de la Orden del Cister como jefe de uno de sus primeros conventos; la habilidad y el éxito de sus intervenciones para allanar las dificultades que surgieron frecuentemente con las Órdenes rivales, todo ello hubiera bastado para probar que lo que se llama el "sentido práctico" puede muy bien alinearse, en ocasiones, con la más alta espiritualidad. Estas tareas hubieran bastado para absorber toda la dedicación de un hombre ordinario, y sin embargo iba pronto a abrirse ante él otro campo de acción, muy a pesar suyo por lo demás, pues no temió jamás nada tanto como ser obligado a salir de su clausura para mezclarse en los asuntos del mundo exterior, dado que él había anhelado el aislamiento para siempre, a fin de poder entregarse enteramente a la ascesis y a la contemplación, sin que nada viniera a distraerle de lo que era a sus ojos, según la palabra evangélica, "la única cosa necesaria". Tales deseos no pudieron cumplirse plenamente pero todas las "distracciones", en el sentido etimológico, a las cuales no pudo sustraerse y de las que llegó a quejarse con cierta amargura, no le impidieron en absoluto alcanzar las cumbres de la vida mística. Esto es muy notorio, pero tampoco lo es menos que, a pesar de toda su humildad y todos los esfuerzos que hizo por permanecer en la sombra, se pidió su colaboración en todos los asuntos importantes, y que, aunque no fue nadie para el mundo, todos, incluyendo los más altos dignatarios civiles y eclesiásticos, se inclinaron siempre espontáneamente ante su autoridad espiritual, y no sabemos si todo esto es más para alabanza del santo o de la época en que vivió. ¡Qué contraste entre nuestro tiempo y aquél, donde un simple monje podía convertirse, de alguna manera, en el centro de Europa y de la Cristiandad, en el árbitro incontestable de todos los conflictos en los que el interés público estaba en juego, en el juez de los maestros más reputados de la filosofía y de la teología, en el restaurador de la unidad de la Iglesia, en el mediador entre el papado y el Imperio y, en fin, en el hombre que levantaba ejércitos de centenares de miles de hombres con su predicación!. Bernardo había comenzado por denunciar el lujo en el cual vivían la mayor parte de los miembros del clero secular e incluso los monjes de algunas abadías; sus exhortaciones provocaron conversiones espectaculares, entre ellas las de Suger, el ilustre abad de Saint-Denis que, sin llevar todavía el título de primer ministro del Rey de Francia, realizaba ya tal función. Esta conversión difundió el nombre del abad de Clairvaux, confluyendo un respeto mezclado con temor puesto que se veía en él al adversario irreducible de todos los abusos y de todas las injusticias. Pronto, en efecto, se le vio intervenir en los conflictos que habían estallado entre Luis el Grande y diversos obispos, y protestar contra la impiedad del poder civil sobre los derechos de la Iglesia. A decir verdad, no se trataba aún si no de asuntos puramente locales que interesaban solamente a tal o cual monasterio o a tal o cual diócesis, pero, en 1130, sobrevinieron acontecimientos de diferente gravedad que pusieron en peligro a la Iglesia entera, dividida por el cisma del antipapa Anacleto II, y es en esta ocasión cuando el nombre de Bernardo se extendió por toda la Cristiandad. No vamos aquí a describir la historia del cisma con todos su detalles, baste saber que los cardenales, divididos en dos facciones rivales, eligieron sucesivamente a Inocencio II y a Anacleto II. El primero, obligado a huir de Roma, no desesperó de su derecho y apeló a la Iglesia Universal. Fue Francia quien primero respondió a su llamamiento. En el Concilio convocado por el rey en Etampes, Bernardo apareció -dice su biógrafo-, "como un verdadero enviado de Dios" en medio de obispos y señores reunido. Todos siguieron su criterio sobre la cuestión sometida a examen y reconocieron la validez de la elección de Inocencio II. Éste se encontraba entonces sobre suelo francés y fue a la abadía de Cluny a la que se dirigió Suger para anunciarle la decisión del Concilio; recorrió las principales diócesis y fue en todas partes acogido con entusiasmo, lo que provocaría la adhesión de toda la cristiandad. El abad de Clairvaux visitó luego al rey de Inglaterra y le convenció fácilmente, sacándole de dudas. Quizás tuvo igualmente una parte, al menos indirecta, en el reconocimiento de Inocencio II por parte del rey Lothario y del clero alemán. A continuación fue a Aquitania para combatir la influencia del obispo Gerard d´Angulema, partidario de AnacletoII, pero sería sólo en el transcurso de un segundo viaje a esta región, en 1135, cuando alcanzó el triunfo y destruyó el cisma al lograr la conversión del conde de Poitiers. En el intervalo fue a Italia, llamado por Inocencio II, que había regresado con el apoyo de Lothario, pero que había pasado por dificultades imprevistas debidas a la hostilidad de Pisa y Génova. Era preciso encontrar un acuerdo entre ambas ciudades rivales que fuera aceptado por ellas y fue Bernardo el encargado de esta difícil misión, logrando un extraordinario éxito. Inocencio pudo así, por fin, entrar en Roma, pero Anacleto permaneció ocupando "San Pedro", que fue imposible tomar. Lothario, coronado emperador en San Juan de Letrán, se retiró pronto con su ejército y tras su partida el antipapa recuperaría la ofensiva, teniendo que huir nuevamente el pontífice legítimo para refugiarse en Pisa. El abad de Claraval, que había entrado en su clausura, conoció estas noticias con consternación, y poco después le informaron de la actividad desplegada por Roger, rey de Sicilia, para ganarse a toda Italia para la causa de Anacleto, al mismo tiempo que para asegurar su propia supremacía. Bernardo escribió rápidamente a los habitantes de Pisa y Génova para animarles a permanecer fieles a Inocencio, pero esta fidelidad no constituía más que un débil apoyo, pues para conquistar Roma sólamente la ayuda de Alemania podía eficaz. Desgraciadamente el Imperio era continuamente presa de división y Lothario no podía volver a Italia sin haber asegurado la paz en su propio país. Bernardo partió hacia Alemania y luchó por reconciliar a los Hohenstaufen con el emperador, logrando igualmente el éxito en tal empeño. Vino luego a consagrar la feliz salida a la dieta de Bamberg, que dejó seguidamente para estar en el Concilio que Inocencio II había convocado en Pisa. En esta ocasión hubo de dirigir reproches a Luis el Grande, que se había opuesto a la salida de los obispos de su reino; prohibición que fue levantada y así los principales miembros del clero francés pudieron responder a la llamad del jefe de la Iglesia. Bernardo fue el alma del Concilio. Durante el intervalo de las sesiones, según cuenta un historiador de su tiempo, su puerta era asediada por los que tenían algún asunto que tratar, como si este humilde monje hubiera tenido el poder de solucionar con su opinión todas las cuestiones eclesiásticas. Delegado luego en Milán para ganar esta ciudad para Inocencio II y Lothario, fue aclamado por el clero y los fieles quienes, en una manifestación espontánea de entusiasmo, quisieron hacerle arzobispo y él tuvo grandes dificultades para rechazar este honor. No aspiraba más que volver a su monasterio y allí regresó efectivamente, pero no fue por mucho tiempo. Desde comienzos de 1136, Bernardo debió abandonar una vez más su soledad para tener que unirse en Italia, conforme al deseo del Papa, al ejército alemán dirigido por el duque Enrique de Baviera, yerno del Emperador. El desacuerdo había estallado entre éste e Inocencio II. Enrique, poco respetuoso con los derechos de la Iglesia sólo se preocupaba por los intereses del Estado. Así que el abad de Clairvaux debió trabajar firme para restablecer la concordia entre los dos poderes y conciliar sus pretensiones rivales, especialmente algunas cuestiones relativas a las investiduras, donde parece que desempeñó un papel constante de moderador. Sin embargo, Lothario, que había tomado el mismo mando del ejército, sometió a toda Italia meridional, pero se equivocó al rechazar las pretensiones de paz del rey de Sicilia, que no tardó en tomarse la revancha, arrasando todo a sangre y fuego. Bernardo no dudó entonces en presentarse en el campo de Roger, quien acogió muy mal sus palabras de paz ,y al que predijo un desastre que se produciría efectivamente. Luego, siguiendo sus pasos, le visitó en Salerno y se esforzó en apartarle del cisma al que su ambición le había arrojado. Roger consintió escuchar a los partidarios de Inocencio y de Anacleto en un debate pero, aun pareciendo dirigir el encuentro con imparcialidad, no buscó más que ganar tiempo y rechazó tomar una decisión. Cuando menos este debate tuvo como feliz resultado la conversión de uno de los principales autores del cisma, el cardenal Pedro de Pisa, al que Bernardo condujo ante Inocencio II. Esta conversión asestó un golpe terrible a la causa del antipapa y Bernardo supo aprovecharse: en Roma mismo, por su verbo ardiente y convincente, consiguió en pocos días separar del partido de Anacleto a la mayor parte de los disidentes. Esto ocurría en el año 1137, hacia el período de las fiestas navideñas. Súbitamente, un mes más tarde fallecía Anacleto. Algunos cardenales -los más comprometidos en el cisma- eligieron un nuevo antipapa bajo el nombre de Víctor IV, pero su resistencia no podía durar mucho tiempo y el día octavo de Pentecostés todos le rindieron sumisión. A la semana siguiente, el abad de Clairvaux volvía otra vez camino de su monasterio. Este resumen, muy rápido, basta para dar una idea de lo que se podría llamar la "actividad política" de San Bernardo que, por otra parte, no se detuvo allí: de 1140 a 1144 tuvo que protestar contra la intromisión abusiva del rey Luis el Joven en las elecciones episcopales; más tarde intervino en un grave conflicto entre este mismo rey contra Tibaut de Champagne, pero sería prolijo hablar sobre estos acontecimientos diversos. En suma, se puede decir que la conducta de Bernardo estuvo siempre determinada por las mismas intenciones: defender el derecho, combatir la injusticia y, quizás por encima de todo, mantener la unidad en el mundo cristiano. Es esta preocupación constante por la unidad lo que le animaría en su lucha contra el cisma; es también la que le haría emprender, en 1145, un viaje por el Languedoc para llevar a la Iglesia a los heréticos neomaniqueos que comenzaban a extenderse en esta zona. Parece que tuvo en el pensamiento siempre presente y sin cesar estas palabras del Evangelio: "Que todos sean uno, como mi Padre y yo somos uno". El abad de Clairvaux, no obstante, no sólo luchó en el dominio político, sino también en el campo intelectual, donde sus triunfos no fueron menos sorprendentes ya que estuvieron marcados por la condena de dos adversarios eminentes: Abelardo y Gilberto de la Porrée. El primero había adquirido, por su enseñanza y sus escritos, la reputación de un dialéctico muy hábil, incluso abusaba de la dialéctica, pues en lugar de ver lo que realmente era, un simple medio para llegar al conocimiento de la verdad, la miraba casi como un fin en sí misma, lo que desembocaba naturalmente en una especie de verbalismo. Pudiera ser también que exista en Abelardo, sea en su método o en el mismo fondo de sus ideas, una búsqueda de originalidad que le aproxima algo a los filósofos modernos, pero en una época en la que el individualismo era poco menos que desconocido, esta circunstancia no podía ser considerada sino un defecto, al contrario de lo que acontece en nuestros días. Además algunos se inquietaron rápidamente por estas novedades que no tendían sino a establecer una verdadera confusión entre los dominios de la razón y de la fe. Abelardo, en realidad, no fue un racionalista tal como se ha pretendido en ocasiones, pues no existieron racionalistas antes que Descartes, sino que supo hacer la distinción entre lo que revela la razón y lo que le es superior, entre la filosofía profana y la sabiduría sagrada, entre el saber puramente humano y el conocimiento trascendente, y ése fue el fundamento de sus errores. ¿No llegaba acaso a sostener que los filósofos y los dialécticos gozaban de la inspiración habitual, siendo ésta para él comparable a la inspiración sobrenatural de los profetas..? Es comprensible que San Bernardo, cuando llamó su atención sobre semejantes teorías, se levantase contra ellas con fuerza, incluso con un cierto arrebato, y también que reprochase amargamente a su autor el haber enseñado que la fe no era más que una simple opinión. La controversia entre estos dos hombres, tan diferentes, comenzó en entrevistas particulares, teniendo pronto una inmensa resonancia en las escuelas y monasterios. Abelardo, confiando en su habilidad para mantener su razonamiento, pidió al arzobispo de Sens reunir un concilio ante el cual se justificaría públicamente, pues pensaba poder conducir bien la discusión de tal forma que llevaría la confusión al adversario. Las cosas sucedieron de forma diferente: el abad de Clairvaux, en efecto, no concebía el concilio más que como un tribunal ante el cual el teólogo sospechoso debía comparecer como acusado; en una sesión preparatoria analizó las obras de Abelardo y extrajo las proposiciones más temerarias, de las que dedujo pruebas de su heterodoxia; al día siguiente, al presentarse el autor en el concilio, Bernardo le conminó, tras haber enunciado estas proposiciones, a retractarse o justificarlas. Abelardo, presintiendo desde entonces una condena, no esperó el juicio del concilio y declaró que apelaba a la corte de Roma. No por eso dejó de seguir su curso normal el proceso, así que desde el momento en que la condena fue pronunciada, Bernardo escribió a Inocencio II y a los cardenales cartas de una elocuencia brillante de tal modo que seis semanas más tarde la sentencia era confirmada en Roma. Abelardo sólo tenía entonces que someterse; se refugió en Cluny junto a Pedro el Venerable, quien le concertó un encuentro con el abad de Clairvaux, logrando de este modo reconciliarles. El concilio de Sens tuvo lugar en 1140. Asimismo, Bernardo obtuvo igualmente, en el concilio de Reims, en 1147, la condena de los errores de Gilberto de la Porrée, obispo de Poitiers, concernientes al misterio de la Trinidad. Estos errores se debían a que su autor aplicaba a Dios la distinción real entre esencia y existencia, que no es aplicable más que a los seres creados. Gilberto se retractó entonces sin dificultad. También se le prohibió leer o transcribir su obra antes de que hubiera sido corregida y su autoridad,. Fuera de estos puntos particulares que se cuestionaban, su autoridad no fue apagada por lo que su doctrina permaneció gozando de gran crédito en las escuelas durante la Edad Media. Dos años antes de este último asunto, el abad de Claivaux había tenido la alegría de ver subir al trono pontificio a uno de sus antiguos monjes, Bernardo de Pisa, que adoptó el nombre de Eugenio III y que siempre continuó manteniendo con él las más afectuosas relaciones. Este Papa fue quien le encargó, casi desde el comienzo de su pontificado, la predicación de la Segunda Cruzada. Hasta entonces Tierra Santa no había ocupado, al menos en apariencia, mas que un lugar secundario en las preocupaciones de San Bernardo, pero sería sin embargo un error considerar que fue enteramente ajeno a lo que allí sucedía, y la prueba de ello es un hecho sobre el cual, de ordinario, se insiste mucho menos de lo que convendría y por eso queremos llamar la atención del papel que desempeñó en la constitución de la Orden del Temple, la primera de las órdenes militares por la fecha y por su importancia, que iba a servir de modelo a todas las demás. Será en 1128, diez años después de su fundación, cuando esta Orden recibió su Regla en el Concilio de Troyes, y fue Bernardo quien, en calidad de secretario del Concilio, estuvo encargado de redactarla, o al menos de trazar sus orientaciones generales, pues parece que no fue sino un poco más tarde cuando se le llamó para completarla, terminando su redacción definitiva en 1131. Comentó luego esta regla en el tratado De laude novoe militiae, donde expuso en términos de una magnífica elocuencia la misión y el ideal de la caballería cristiana, a la que él llamaba la Milicia de Dios. Éstas relaciones del abad de Clairvaux con la Orden del Temple, que los historiadores modernos no consideran más que como un episodio bastante secundario en su vida, tenían seguramente otra importancia a los ojos de los hombres de la Edad Media, y de hecho hemos mostrado en otra parte que constituyen sin duda la razón por la que Dante debía escoger a San Bernardo para su guía en los últimos círculos del Paraíso. Desde 1145, Luis VII tenía el proyecto de socorrer a los principados latinos de Oriente amenazados por el emir de Alepo, pero la oposición de sus consejeros había obligado a retrasar su realización, y la decisión definitiva había sido remitida a una asamblea plenaria que debía celebrarse en Vezelay durante las fiestas de Pascua del año siguiente. Eugenio III, retenido en Italia por una revolución suscitada en Roma por Arnaldo de Brescia, encarga al abad de Clairvaux el reemplazarlo en esta asamblea. Bernardo, tras haber dado lectura a la bula que invitaba al rey de Francia a la Cruzada, pronunció un discurso que fue, a juzgar por el efecto que produjo, la pieza oratoria más grande de su vida. Todos los asistentes se precipitaron para recibir la cruz de sus manos. Animado por el éxito, Bernardo recorrió las ciudades y las provincias, predicando por todas partes la Cruzada con un celo infatigable; allí donde no podía ir en persona, dirigía cartas no menos elocuentes que sus discursos. Pasó luego a Alemania, donde su predicación tuvo los mismos efectos que en Francia. El emperador Conrado, tras haber resistido algún tiempo, debió ceder a su influencia y enrolarse en la Cruzada. Hacia mediados del año 1147, los ejércitos franceses y alemanes se podían poner en marcha para esta gran expedición que, a pesar de su formidable apariencia, concluiría en un desastre. Las causas del fracaso fueron múltiples; las principales parecen ser la traición de los griegos y la falta de entendimiento entre los jefes de la Cruzada, pero algunos buscaron, muy injustamente por lo demás, hacer recaer la responsabilidad sobre el abad de Clairvaux. Éste debió escribir una verdadera apología sobre su conducta, que era al mismo tiempo una justificación de la acción de la Providencia, mostrando que las desgracias sobrevenidas no eran imputables a las faltas de los cristianos y que así "las promesas de Dios permanecían intactas, pues ellas no prescriben contra los derechos de la justicia" . Esta apología está contenida en el libro De Consideraciones, dirigido a Eugenio III, libro que es como el testamento de San Bernardo y que contiene especialmente sus puntos de vista sobre los deberes del papado. Por otra parte, todos no se dejaron llevar por el desánimo y Suger concibió pronto el proyecto de una nueva Cruzada, de la que el mismo abad de Clairvaux debía ser el jefe, pero la muerte del gran ministro de Luis VII detuvo la ejecución de sus planes. San Bernardo moriría poco después, en 1153, testimoniando en sus últimas cartas su preocupación hasta el final por la suerte de Tierra Santa.Si el fin inmediato de la Cruzada no había sido alcanzado, ¿se diría por ello que la expedición fue completamente inútil y que los esfuerzos de san Bernardo habían sido desperdiciados?. No lo creemos así, en contra de lo que piensan los historiadores que sólo se ocupan de las apariencias exteriores, pues había en estos grandes movimientos de la Edad Media un carácter político y religioso a la vez y unas razones más profundas, de las que una, la única que quisiéramos resaltar aquí, era el mantener en Cristiandad una viva conciencia de unidad. La Cristiandad era idéntica a la civilización occidental, fundada entonces sobre bases esencialmente tradicionales, como lo es toda civilización normal, y que iba a alcanzar su apogeo en el siglo XIII. La pérdida de este carácter tradicional debía necesariamente seguir a la ruptura de la unidad misma de la Cristiandad. Dicha ruptura, que fue realizada en el dominio religioso por la Reforma, lo fue, en el dominio político por la instauración de las nacionalidades, precedida por la destrucción del régimen feudal, y se puede decir, sobre este último punto de vista que aquél que asestaría los primeros golpes al edificio grandioso de la Cristiandad Medieval fue Felipe el Hermoso, el mismo que, por una coincidencia que no tiene, sin duda, nada de fortuito, destruyó la Orden del Temple, atacando directamente la obra misma de San Bernardo. En el curso de sus viajes, San Bernardo apoyó constantemente su predicación en numerosas curaciones milagrosas, que eran para la masa como los signos visibles de su misión, milagros que han sido referidos por testigos oculares, pero él mismo no hablaba de ello sino en contadas ocasiones. Quizás esta reserva le era impuesta por su extrema modestia, pero sin duda también debido a que no les otorgaba más que una importancia secundaria, considerándolos sólo como una concesión acordada por la misericordia divina a la debilidad de la fe en la mayor parte de los hombres, conforme a la palabra de Cristo: "Bienaventurados los que creerán sin haber visto". Esta actitud estaba en relación con el desdén que manifestó siempre por todos los medios exteriores y sensibles, tales como la pompa de las ceremonias y la ornamentación de las iglesias; en ocasiones incluso se le ha podido reprochar, con alguna apariencia de verosimilitud, el no tener más que desprecio por el arte religioso. Los que formulan esta crítica olvidan sin embargo una distinción necesaria, la que él mismo establece entre lo que llama arquitectura episcopal y arquitectura monástica: esta última es sólamente la que debe tener la austeridad que preconiza, puesto que no es más que a los religiosos y a los que siguen el camino de la perfección a quienes prohibe el culto a los ídolos, es decir, a las formas, de las que proclama, por el contrario, sutilidad como medio de educación para los simples y los imperfectos. Si ha protestado contra el abuso de las representaciones desprovistas de significado y sólo con valor puramente ornamental, no ha podido desear, como se ha pretendido falsamente, el proscribir el simbolismo del arte arquitectónico, puesto que él mismo, en sus sermones, hacía un uso muy frecuente de ellas. La doctrina de San Bernardo es esencialmente mística, es decir que contempla sobre todo las cosas divinas bajo el aspecto del amor, al que sería por otra parte erróneo interpretar en un sentido simplemente afectivo como lo hacen los modernos psicólogos. Como muchos grandes místicos estuvo especialmente atraído por El Cantar de los Cantares, que comentó en numerosos sermones, formando una serie que prosiguió a lo largo de su carrera. Este comentario, que permaneció siempre inacabado, describe todos los grados del amor divino, hasta la paz suprema que el alma alcanza en el éxtasis. El estado del éxtasis, tal como lo comprendió y ciertamente alcanzó, es una especie de muerte para la cosas de este mundo y sus imágenes sensibles, desapareciendo así todo sentimiento natural: todo es puro y espiritual en el alma misma como en su amor. Este misticismo debía naturalmente reflejarse en los rasgos dogmáticos de San Bernardo. El título de uno de sus principales obras, De Diligendo Deo, muestra suficientemente en efecto que lugar ocupa el amor, pero nos equivocaríamos si creyéramos que va en detrimento de la verdadera intelectualidad. Si el abad de Clairvaux quiso permanecer siempre distanciado de las vanas sutilezas escolásticas, es porque no tenía ninguna necesidad de los laboriosos artificios de la dialéctica, puesto que resolvía de un solo golpe las cuestiones más arduas porque no procedía mediante una larga serie de operaciones discursivas; lo que los filósofos se esfuerzan en alcanzar por una vía desviada y como a tientas, él lo alcanzaba inmediatamente por medio de la intuición intelectual, sin la cual ninguna metafísica real es posible y fuera de la cual no se puede aprehender más que una sombra de la verdad. Un último rasgo de la fisonomía de San Bernardo, que es esencial señalar aún, es el lugar eminentemente primordial que tiene en su vida y en sus obras el culto a la Santa Virgen y que ha dado lugar a toda una floración de leyendas que son quizás por lo que ha permanecido más popular. Le gustaba dar a la Santa Virgen el título de Notre Dame (Nuestra Señora), cuyo uso se generalizó en esta época y, sin duda, en gran parte gracias a su influencia. Bernardo era, como se ha dicho, un verdadero "caballero de María" y la miraba como a su "dama", en el sentido caballeresco del término. Si se hace referencia al papel que jugó el amor en su doctrina, y que desempeñó también, bajo formas más o menos simbólicas en las concepciones propias a las Órdenes de Caballería, se comprenderá fácilmente por qué hemos reseñado al principio sus orígenes familiares. Convertido en monje, permanecería siempre caballero como lo eran todos los de su raza; y, por lo mismo, se puede decir que estaba, de alguna manera, predestinado a desarrollar, como lo hizo en tantas circunstancias, el papel de intermediario, y ser árbitro entre el poder religioso y el poder político, porque había en su persona como una participación en la naturaleza de lo uno y de lo otro, Monje y caballero en conjunto, estos dos caracteres eran los de los miembros de la Milicia de Dios, la Orden del Temple. Eran también y, en primer lugar, los del autor de su Regla, del gran santo que se ha llamado el último de los Padres de la Iglesia y en quien algunos quieren ver, no sin razón, el prototipo de Galahad el caballero ideal y sin tacha, el héroe victorioso de la Demanda del Santo Grial.








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